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Derechos humanos: personalísimo balance

Publicado: 2014-12-11

Creo profundamente en la libertad, en que absolutamente todas las personas nacemos con la altísima finalidad de ser felices, y que justamente por ello todas las sociedades a lo largo de la historia hemos llegado -de una u otra forma- a la misma conclusión: que la dignidad de la persona humana es nuestro centro y razón de ser.

Sea desde el amor de los unos a los otros, desde la vida en armonía con la naturaleza o desde la Declaración Universal de Derechos Humanos, el espíritu de que es posible un mundo mejor en el que todas las personas podamos ser felices nos atraviesa.

El largo camino recorrido, sin embargo, no ha estado, está ni estará exento de enormes tensiones y contradicciones, y probablemente la más grande implica qué es un ser humano y, en consecuencia, si lesbianas, trans, gais, bisexuales e intersex (LTGBI) somos seres humanos (o no).

El nuestro es un país en el que cada semana es asesinada una persona LTGBI única y exclusivamente por serlo, y en el que -en respuesta- el Congreso decidió hace poco más de un año no sancionar explícitamente los asesinatos motivados en la homofobia, en el que el Ministerio de Justicia decidió eliminarnos del Plan Nacional de Derechos Humanos y en el que el Sub Grupo de Derechos Humanos del Congreso es presidido -con la complicidad de absolutamente todas las bancadas- por un pastor evangélico que condecora a los promotores de las leyes homofóbicas de Uganda.

Un país en el que cada semana mueren 17 trans o gais por VIH cuando tenemos las tecnologías médicas suficientes para que nadie más muera por VIH, y en el que además el Ministerio de Salud desmantela los programas de prevención para estas poblaciones, programas que hoy alcanzan solo al 2.87% de trans o gais a pesar que ONUSIDA señala que deben llegar por lo menos al 80% para detener la epidemia, y en el que -para completar la situación- en el Congreso hay un proyecto de ley que pretende enviar 20 años a la cárcel a quienes transmitan el virus.

Un país en el que el año pasado se suicidaron 6 adolescentes gais por el rechazo de sus familias, pero el Ministerio de Educación sigue sin incluir en su currícula la educación en diversidad y el Congreso sigue negándose a ratificar la Convención Iberoamericana de Derechos de los Jóvenes, la misma que el anterior Congreso pretendía ratificar en todos sus aspectos, a excepción de aquellos que referían a personas LTGBI.

Un país en el que las personas trans, en promedio, no viven más allá de los 40 años -como en el resto del continente- y se ven obligadas a poner en gravísimo peligro sus vidas para construir un cuerpo que refleje su identidad, pero el Congreso -en lugar de hacer más sencillo este proceso- tiene un proyecto de ley que para cambiar su nombre y género en el DNI exigiéndoles la carísima operación de reasignación genital, historial crediticio y un certificado psiquiátrico que diga que están locas, enfermas, dementes.

Un país en el que esta lista de graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos no nos eriza la piel, no nos indigna, no nos llena de rabia… Es decir, un país en el que las personas LTGBI no somos personas ni seres humanos ni absolutamente nada.

Hay quienes creen que la gran disputa LTGBI de hoy es la Unión Civil, sin embargo esta ha terminado convertida en el perfecto distractor respecto a todas las demás graves situaciones que vivimos, y he ahí nuestro error.

No importa demasiado ya si la Comisión de Justicia y Derechos Humanos del Congreso discute o no el proyecto de ley de Unión Civil. Es simbólico, sí, y tenemos derecho a escuchar cuán alto es su desprecio por nuestras vidas, pero sabemos que aún cuando discutan este proyecto, terminarán archivándolo y pretenderán agotar allí nuestra agenda de derechos.

Sin embargo, nuestra agenda fundamental no tiene que ver con una ley o una política, sino con la disputa por el reconocimiento de nuestra condición humana: la misma disputa que han atravesado negros esclavos, mujeres, campesinos e indígenas, y que constituye hoy la real línea divisoria entre quienes apuestan por los derechos humanos y aquellos que los utilizan como elemento de performatividad.

Las leyes tan necesarias que hay que seguir impulsando así sea para solo obligar al Estado y a la sociedad a discutir y reconocer progresivamente nuestros derechos, no se concretarán hasta que conquistemos la condición humana, hasta que logremos que ningún congresista pueda volver a calificarnos de aberración sin que su futuro político sea calcinado.

Hace algunos días, por ejemplo, con motivo de los 30 años de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, tuvo lugar una mesa sobre política y derechos humanos con Marisol Pérez Tello (PPC), Marco Arana (TyL) y Verónika Mendoza (FA), y maravillosamente todos coincidieron en lo imprescindible que resulta garantizar los derechos humanos de las y los peruanos más excluidos. Coincidieron, claro, hasta que se abordaron los derechos LTGBI.

Verónika Mendoza recordó que en nuestro país hay aún vidas que valen más que otras, y que una de las que menos vale es la vida LTGBI, especialmente para un Congreso fuertemente influido por ciertas jerarquías eclesiales con vocación antiderechos.

A su turno, Marisol Pérez Tello recordó que suscribió el proyecto de ley contra crímenes de odio que incluía la homofobia como causal protegida, así como la carta que solicitaba a un congresista de su propia bancada que dicho proyecto se debata, y que ello le costó ser cuestionada al interior de su Partido. Sin embargo, en el Pleno ella argumentó a favor de la eliminación de las categorías orientación sexual e identidad de género, subsumiéndolas en la de “cualquier otra condición social”. El argumento jurídico era correcto, pero políticamente contribuyó a invisibilizarnos. Respondió que de otro modo la ley no hubiera sido aprobada, y probablemente ello es cierto, tanto como que invisibilizarnos era una tarea que correspondía a sectores antiderechos como el fujimorismo o el nacionalismo, y no a una defensora de derechos humanos, pero así fue la historia.

Marco Arana, finalmente, se reafirmó en todos sus extremos: apoya la Unión Civil para las parejas homosexuales, pero no el matrimonio igualitario porque éste tiene una base etimológica heterosexual, y además los LTGBI deberíamos dejar de concentrarnos en las leyes y convencer a la sociedad, respetando la postura de las mayorías, en lugar de imponerles nuestros derechos, digo posturas. Es decir, considera que homosexuales y heterosexuales no somos igualmente dignos de una institución del derecho civil, y que por ello hay que generar otra para mantenernos al margen, especialmente porque así lo dicen las mayorías, olvidando que los derechos humanos constituyen un asunto de principios y no un premio a la popularidad o a la buena conducta. Aunque, claro, este razonamiento no debiera sorprendernos si recordamos su tristemente célebre tuit en el que cuestionaba a los "derechohumanistas limeños más preocupados por educación sexual que por la destrucción de las lagunas”.

Convertir los derechos humanos en realidad concreta y transformadora para la vida de todas las personas constituye un reto irrenunciable, aunque sumamente agotador en un contexto en el que estos se banalizan, en el que hay quienes justifican su violación sistemática en aras del crecimiento económico y en el que incluso hay quienes son capaces de pensar en los árboles, lagunas y animales como titulares de derechos, sin siquiera plantearse antes, con la misma convicción, que todos los seres humanos lo sean.

A pesar de todo esto, confío en la capacidad de la humanidad para construir un mundo más habitable para todas y todos, en la solidaridad entre las y los excluidos para cuidarnos, fortalecernos y luchar juntos, y especialmente confío en que algún día nuestros activismos por el derecho a la felicidad no serán necesarios. Mientras tanto, lucho, y aguanto porque sé que no lucho solo.


Escrito por

Gio Infante

Activista marica, periodista sadomasoquista y antifujimorista.


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Gio Infante

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