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Activismos LTGBIQ sin sexualidad ni sida

Reflexiones sobre el sida en el discurso y acción activista LTGBIQ de nuestros días

Publicado: 2018-08-13

La semana pasada se presentó Rainbow Blood, algo así como sangre arcoíris, una campaña activista que busca que las personas LTGBIQ dejemos de ser rechazadas como donantes de sangre en Perú. Y es que, aunque ni las leyes ni la ciencia nos prohíben donar, en las mentes y formularios del sistema de salud somos una suerte de peligro a la salud pública, una amenaza inminente de transmisión del VIH y quién sabe qué más. Razonamiento estúpido en tiempos en los que una gota de sangre y pocos minutos bastan para tener un diagnóstico certero, y que hace de esta campaña una iniciativa dignísima. Pero también es un poco perturbador. ¿Cómo es posible un activismo por el derecho LTGBIQ a donar sangre y salvar vidas, en un contexto en el que todos los días personas bajo las mismas siglas mueren de sida por la desidia y desprecio estatal, y en el que esta realidad parece haber desaparecido del discurso activista?

Desde sus inicios, hace ya 35 años, la epidemia ha tenido efectos devastadores en el ambiente. Frenó los sueños de liberación sexual del naciente movimiento homosexual, asesinó a buena parte de la primera generación activista y nos legó el miedo a la muerte en cada orgasmo. Y aún hoy la muerte está presente en nuestro cotidiano. Según el propio Ministerio de Salud, 12 personas LTGBI mueren en nuestro país cada semana por causas asociadas al sida. Más de 600 al año. Más o menos un pueblo pequeño o un avión. ¿Se imaginan que desaparezca cada año un pueblo completo o un avión de pasajeros sin que nadie diga nada? Eso es lo que pasa con el VIH en la comunidad LTGBIQ en Perú.

Últimamente me he cuestionado mucho esa muletilla de “comunidad LTGBIQ”. No creo que seamos una comunidad, que tengamos una identidad común que nos haga eventualmente sentirnos uno y defendernos como tal. Es más, tengo la impresión de que la categoría comunidad se utiliza cada vez más para hablar desde el privilegio con pose inclusiva que, a la larga, no es tal, sino que invisibiliza. Como cuando se habla de todos en lugar de todas, porque en realidad no se quiere hablar de nadie.

Con el VIH es más o menos así. Se dice que es un problema de todos, pero en realidad es nuestro. De cada mil mujeres trans, 208 viven con el virus. De cada mil gais, 151. De cada mil hombres bisexuales, 66. De cada mil hombres sin identidad homo/bisexual que tienen sexo con otros hombres o trans, 33. Es decir, mientras más lejos de la norma sexual, más probabilidades de vivir con VIH. Aunque eso no tendría que ser tan trágico hoy en día, cuando las tecnologías médicas permiten protegerse del virus incluso sin usar condones, y cuando la esperanza de vida de las personas con VIH en el norte es igual a las que no lo tienen, porque ahora se trata de una infección crónica. Pero en Perú la cosa es diferente.

Según el Estado, las mujeres trans son el 0.4% de los hombres entre 15 y 49 años, y los gais, bisexuales y otros HSH somos el 3%. O sea, en 2014 las trans eran 32,562, pero los servicios de prevención y diagnóstico del Ministerio de Salud solo atendieron a 417, el 1.28%. Al año siguiente, murieron por causas asociadas al sida 154, el 0.47%. Con los gais, bisexuales y otros HSH la historia no fue muy diferente: éramos 224,215 pero el Ministerio solo alcanzó a 13,067, el 5.83%. Al año siguiente murieron 481, el 0.21%. En otras palabras, según el Estado somos una porción pequeñísima de la sociedad, pero aún así es incapaz de garantizarnos servicios en salud para prevenir, diagnosticar y tratar el VIH, para mantenernos vivos.

Queda claro entonces que, cuando hablamos del VIH en la comunidad LTGBIQ, hablamos en realidad del VIH y su impacto desproporcionado en los cuerpos de las mujeres trans y los gais. Y, en realidad, no de todos esos cuerpos, sino de algunos en especial. Hablamos de los más jóvenes: el 55% de casos se VIH se diagnosticó entre los 20 y 34 años, y en el último quinquenio ha habido un incremento del 20% en los diagnósticos entre los 25 y 29 años, según el Ministerio. Y también, muy probablemente, de los más pobres. En Lima, la mayor concentración de casos está en San Juan de Lurigancho, Ate, El Agustino, Santa Anita y Lurigancho-Chosica.

No es casual, entonces, que la campaña por el derecho a donar sangre sea fundamentalmente lésbica, gay y blanca (blanca en el contexto, claro está). Como toda reivindicación activista, es expresión de una situación injusta experimentada desde un lugar de enunciación determinado. En este caso, un lugar de enunciación que probablemente no tiene al VIH respirándole en la nuca día a día.

“Mi sangre pudo estar en esta bolsa y salvar una vida pero fue rechazada. Ser de la comunidad LTGBIQ no me hace irresponsable”, resumen magistralmente sus creadores. Y yo, claro está, tengo varios problemas con esto.

La práctica institucionalizada de rechazar nuestra sangre no solo es expresión de un prejuicio que naturaliza la relación entre homosexualidad/transgeneridad y VIH, convirtiéndonos automáticamente en contenedores del virus, sino también es un reconocimiento tácito de la gravedad del impacto de la epidemia en nuestros cuerpos, pero que no lleva a ninguna acción para enfrentar la situación (como evidencian las ridículas coberturas de prevención y diagnóstico citadas, o las cifras de muertes que en consecuencia ocurren) sino únicamente a una performance defensiva frente a la supuesta amenaza que sería nuestra sangre. Es como si el sistema dijera que no le importan nuestros cuerpos y muertes, siempre y cuando nos mantengamos lo suficientemente alejados para no perturbarlo, contaminarlo, sidarlo.

Frente a ello, esta campaña activista no exige que la situación cambie, sino que se desmarca de esos cuerpos sidados. En su discurso, señalan que “ser de la comunidad LTGBIQ no me hace irresponsable”, como si las infecciones de VIH ocurrieran por un asunto de personalísima responsabilidad, y no hubiera ni un sistema heteronormativo en el que el ejercicio de las sexualidades disidentes es sancionado (y qué mejor castigo que morir de sida) ni un Estado que se desentiende de su deber de garantizar la vida digna de todas las personas (porque las personas TGB/HSH somos personas, ¿no?). Por el contrario, esta campaña borra la sexualidad que tacha de irresponsable.

Pero no son los únicos con afán moralizador. En los últimos años las investigaciones científicas han transformado radicalmente el panorama de la prevención del VIH. Se ha confirmado que las personas en tratamiento exitoso no transmiten el virus a sus parejas sexuales, sin embargo esta información no forma parte del discurso del Ministerio de Salud. En los últimos tiempos tuve la oportunidad de conversar con algunos de sus especialistas y todos descartaban la posibilidad de comunicar oficialmente esta información, so pretexto de que causaría una suerte de libertinaje sexual. Poco importa que ONUSIDA señale que esto “aborda el estigma, la discriminación y la criminalización injusta que viola los derechos humanos y disuade a las personas que viven con el VIH de acceder a los servicios de prevención, tratamiento y atención del VIH”, parece ser que es mejor callar la ciencia antes que siquiera abordar la sexualidad.

Otro descubrimiento es PrEP, una pastilla antirretroviral al día que protege del VIH, una forma de prevención que fue experimentada fundamentalmente en cuerpos de trans y gais peruanos, que hoy es parte de la oferta sanitaria de varios países pero que en nuestro país no está disponible salvo para quienes participen en estudios clínicos o tengan suficiente dinero para comprarla.

El Estado peruano está lejos de comprender y abordar nuestras sexualidades siquiera en la prevención del VIH. Este fin de semana el Ministerio de Salud no tuvo mejor idea que desconocer una campaña producida hace casi 10 años por el MHOL, artistas y empresarios de ambiente en el marco de un proyecto financiado por el Fondo Mundial de Lucha Contra el Sida para el propio Ministerio. ¿La razón? Las fotos muestran a trans y gais semidesnudos con condones y la sugestiva frase Úsame. Antiderechos encontraron los afiches en alguna parte (¡qué alegría que aún estén circulando!) y los denunciaron en redes como parte de una campaña pervertida para homosexualizar a la población. Y el Ministerio, aterrado, respondió con un confuso comunicado que afirma que "la persona es el centro de nuestra razón de ser, a la cual nos dedicamos con respeto a su vida y a sus derechos fundamentales".

Extraña forma de poner la vida humana al centro es desmantelar los programas de prevención y diagnóstico del VIH para TGB/HSH, ¿no? Hasta hace pocos meses Tarapoto era sede de una experiencia pionera y exitosa: el centro especializado en estos temas para estas poblaciones funcionaba en el mismo local que la organización LTGBIQ gracias a un convenio entre la Red de Salud, la Municipalidad Provincial y Diversidad Sanmartinense, quienes en pocos años habían logrado multiplicar las coberturas de diagnóstico, pero la experiencia fue intempestivamente cancelada por el sector salud. El centro diagnóstico fue mudado al hospital local y separado de la organización que le permitía una vinculación con el movimiento. Y todo curiosamente bajo la gestión del que probablemente sea el primer alcalde abiertamente gay del país. El hecho, extrañamente, no motivó ninguna reacción del movimiento LTGBIQ peruano.

Tengo la impresión de que el sida ha desaparecido de la agenda política del movimiento LTGBIQ en el país. Hoy los temas populares son los de la igualdad formal: el matrimonio, el reconocimiento de la identidad de género y, obviamente, el derecho a donar sangre para salvar vidas. Demandas dignísimas sin duda alguna, pero que tienen en su centro el borrar la disidencia sexual para incluirnos en las normas sociales/sexuales imperantes. Y no digo que no sea legítimo el deseo de instalarse en el sistema, sino que es preocupante que sea esa la voz única que últimamente se expresa. Lejanos parecen los días en los que jugábamos a repensar que el matrimonio podría ser la unión de dos o más personas sin importar su sexo y sin obligarlas a mandatos tradicionales como la monogamia y la cohabitación, en los que alucinábamos que en lugar del cambio de género en el DNI este dato podría desaparecer por irrelevante y binario, o en los que nos imaginábamos arrojando nuestra sangre a las dependencias estatales en protesta por no hacer nada frente a la epidemia.

Salvar vidas TGB/HSH del sida implica poner las sexualidades disidentes en el centro de la mesa, dejar de sancionarlas, comprenderlas, respetarlas y garantizarles condiciones mínimas para ser ejercidas sin miedo ni culpa, con información para decidir autónomamente y con las tecnologías médicas que han contribuido a conquistar para el mundo. Ello no solo exige transformar radicalmente al Estado y su mirada sobre nuestras sexualidades. Exige también repensar los itinerarios que viene tomando el movimiento LTGBIQ: dejar de pretender que todos queremos instalarnos en la respetabilidad sexual, dejar de tachar nuestras sexualidades disidentes como irresponsables, y exigirle al Estado actuar en consecuencia. Quizás así tendríamos una campaña activista que le demande al Estado salvar nuestras vidas, en lugar de esta que pide que acepten nuestra sangre en un sistema que nos desprecia.

Lima, 13 de agosto de 2018


Escrito por

Gio Infante

Activista marica, periodista sadomasoquista y antifujimorista.


Publicado en

Gio Infante

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